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20 de agosto de 2011

Quinto relato: Cosas de niños

Cuando los últimos rayos de sol conseguían filtrarse entre las persianas de aquel reducido piso todo estaba en silencio. El sonido que reinaba la casa era el tic-tac del reloj ovalado con péndulo plateado que ornamentaba la pared tras la cual se encontraba el pasillo que daba paso a las demás habitaciones. Frente a este muro se encontraba un enorme mueble de color caoba con numerosas estanterías y resquicios que contenían diminutas piezas de porcelana que daban al lugar a un ambiente anticuado, que junto a la lámpara que colgaba del centro de la estancia con diminutas lágrimas de cristal conformaban el salón principal de la casa de los Medina.
Un estrecho espacio comprendido entre el exterior y el salón constituía la entrada a la casa, donde Damián Medina se despedía de sus padres, acompañado de su amigo  Arturo.
— Tened mucho cuidado, no encendáis la vitrocerámica. La comida está metida en el microondas. 2 minutos de “micro” y cenáis — dictaba la señora Medina mientras su marido le ayudaba a colocarse el enorme abrigo que la protegería del frío que les esperaba en el exterior. — Ahora cerráis bien las ventanas y bajáis las persianas. No quiero que os acostéis tarde, así que a las diez estáis en la cama. ¿De acuerdo?
Los chicos, sin oír siquiera las indicaciones de Isabel Medina, afirmaban con un ligero movimiento de cabeza de arriba abajo, esperando el fin de las instrucciones para disfrutar de la casa en su máxima soledad.
— Tampoco entréis en mi despacho. Confío en vosotros y no la cierro bajo llave — les insistió Fidel Medina, al tiempo que su esposa le hacía una señal dejando clara su disposición para partir hacia la boda a la que habían sido invitados.
Los señores Media cruzaron el umbral de la puerta, y pulsaron el botón ya desgastado del ascensor. Deseosos de disfrutar de su libertad, los chicos comenzaron a encajar la puerta, despidiéndose con la mano, acompañados por unas sonrisas de lo más pícaras. Verdadera felicidad.
Cuando la puerta estaba a escasos centímetros de cerrarse, un brazo se coló por el pequeño espacio. Los chicos dieron atropelladamente un par de pasos hacia atrás, y al abrirse la puerta les sobresaltó la aguda voz de su madre.
— Una última cosa chicos. No abráis a nadie —advirtió Isabel Medina a los chicos con el dedo índice totalmente erguido, apuntando directamente hacia ellos —.  Absolutamente a nadie. ¿Entendido?
— Sí, muy claro — afirmaron los chicos inmóviles.
— Pues entonces perfecto. ¡Adiós chicos! — dijo la señora Medina cerrando la puerta.
Tras unos segundos, los chicos reaccionaron. Mientras Damián se encargaba de cerrar la puerta con doble giro de la llave y una pequeña cadenita, Arturo estaba en el balcón, cerrando las persianas, vislumbrando los grandes nubarrones que comenzaban a posarse sobre el barrio. Sería una noche lluviosa y tormentosa.
Una vez realizadas las tareas previamente asignadas, Damián encendió el gran aparato de música que su padre mantenía con aprecio en la sala de estar. La casa quedó envuelta en una atmósfera rockera al tiempo que jugaban a la Play Station, acompañada de refrescos y algunos paquetes de patatas fritas que Arturo había conseguido colar en la casa.
El reloj marcaba las nueve y media de la noche cuando encendieron el microondas y prepararon unas jugosas albóndigas en un par de pequeñas fiambreras de tapadera azul marino.
Mientras cenaban, entre risas y bromas, los chicos disfrutaban de la televisión, haciendo zapping y elaborando chistes de cualquier hecho que les contara el presentador de las noticias. Pronto llegaron los concursos de gases y las peleas de almohadas, según Damián elementos imprescindibles en una fiesta nocturna.
Un enorme estruendo proveniente del reloj de la pared les señaló a los jóvenes que acababan de llegar las 10, y sus camas esperaban abiertas, para guardarlos durante aquella fría noche. Sin embargo, los jóvenes prefirieron quedarse algunos minutos más en el salón, a oscuras, viendo una película de terror de poca calidad cuya morbosidad residía en los sobresaltos.
Los minutos fueron pasando y en los chicos se acrecentaba una inseguridad, típica de los jóvenes de dudosa valentía mientras veían el terrorífico film, pero el pacto no verbal entre estos niños les obligaba a no abandonar el sofá y ser un “gallina”.
Estaban a punto de marcar las 12 en el reloj cuando el pequeño Arturo decidió poner fin al absurdo concurso.
— Damián, vamos a dejarlo. Llevamos dos horas viendo esto y tu madre dejó bien claro que debíamos irnos temprano a la cama — solicitó Arturo a su anfitrión.
— Solo si admites que eres un cobarde — le contestó Damián con una sonrisa en su diminuta cara.
Arturo reflexionó varios segundos, debatiéndose entre su dignidad y su raciocinio. Finalmente eligió — De acuerdo, pero solo media hora más.
—Sabía que no eras un cobarde —dijo Damián dándole una palmada en la espalda a su amigo, cuya cara era un conjunto de sueño, miedo y derrota.
Dieron las 12 de la noche y para sorpresa de los dos chicos el timbre de la puerta sonó, generando un gran estruendo dada la hora de la noche que era. El sonido recorrió todo el piso y volvió de nuevo en forma eco para volver a sobresaltar a los dos amigos. Fue un pequeño instante el que los niños tardaron en reaccionar.
La primera reacción de Damián fue:
— ¡Mis padres! Corre Arturo apaga la tele y vamos a mi habitación volando.
Obediente, Arturo siguió las órdenes de su amigo y se lanzaron al pasillo, para guiarse palpando las lisas paredes hasta el dormitorio de Damián. A mano derecha, junto a la ventana, la cama y el colchón a ras del suelo les resguardarían de sermones y riñas. Se hicieron los dormidos e intentaron mantener su respiración y no delatarse al respirar con tal fuerza tras el sprint desde el salón.
Pasaron dos, tres, cuatro y hasta cinco minutos, y nadie entraba en casa. Los chicos estaban desconcertados y tomaron la decisión de encender la luz del escritorio de Damián y llamar a sus padres desde su móvil y evitar por todos los medios volver a la sala de estar. Con rapidez Arturo cogió el móvil de Damián, que estaba asomando la cabeza al oscuro y amplio pasillo.
— Tienes un mensaje, tío — informó Arturo.
— ¿De quién es? — preguntó el chico, con manos temblorosas y voz entrecortada.
— De tus padres. Dicen que la fiesta va a durar un poco más de tiempo y que volverán a la madrugada. Nos recuerda que no estemos despiertos hasta tarde y que no le abramos a nadie.
— Dame el teléfono Arturo — ordenó Damián — Voy a llamarlos y decirle qué ha ocurrido.
Cuando el chico estaba a punto de llamar Arturo agarró su mano y evitó que continuara.
— Si se lo dices sabrán que hemos estado despiertos hasta muy tarde, y nos buscaremos un problema.
Pensándoselo mejor, el joven Medina decidió no arriesgarse y depositó el móvil sobre la montaña de papeles que había acumulado en su escritorio desde hacía días. Los chicos se miraron y sin mediar palabra se metieron en sus respectivas camas e intentaron conciliar el sueño después del susto. Después de todo, podía haber sido cualquier gamberro o un vecino que se confundió de interruptor.
Sus mentes se mantuvieron inquietas, dándole vueltas a lo sucedido, hasta que sus pequeños ojos se fueron cerrando poco a poco. Cuando estaban a punto de quedar rendidos al sueño el timbre volvió a sonar, y en esta ocasión dos veces. De nuevo ese sonido frío, profundo y reverberante que se enconó en sus cabezas haciendo bombear a su corazón mil veces más rápidos.
— Damián me estoy empezando a asustar.
— Cálmate, — dijo su amigo— la puerta está completamente cerrada. No nos va a pasar nada.
— No — respondió Arturo— Ya lo sé. Simplemente me da miedo pensar que haya algo o alguien hay fuera, delante de la puerta, llamando al timbre.
Las lágrimas comenzaban a aparecer en sus ojos cuando Damián decidió resolver las dudas y enfrentarse a lo que ocurría.
Los dos amigos agarrados por el brazo, cruzaron el pasillo, para cuando llegaran al final pulsar el interruptor y que toda la estancia se iluminara. En cambio, el salón y la entrada prefirieron no encenderla, para hacer creer a quien estuviese fuera que nadie se encontraba en ese momento dentro de la casa. Lentamente e intentando no golpear el suelo al andar, haciéndolo pues de puntillas, llegaron hasta el umbral de la puerta. Con suma delicadeza Damián elevó un poco su cuello y abrió la mirilla, que hizo un leve sonido metálico perceptible únicamente en medio de aquel silencio ensordecedor. Las luces de la planta estaban apagadas, y cuando iba a enfocar la vista para intentar adivinar la silueta de cualquier sombra que se escondiera tras la puerta, el timbre volvió a sonar.
Inmediatamente los chicos cayeron de espaldas ante tal sobresalto, aterrizando en el suelo de mármol, liberando un fragoso grito. Recuperados del susto, mantuvieron la vista fija en la puerta, donde hacía unas cuatro horas sus padres se estaban despidiendo; el sitio en el que ahora estaban sufriendo el peor momento de su vida.
— ¿Qué has visto? — le susurró Arturo, impaciente, a Damián.
— Nada
— No me mientas. ¿A quién has visto?
— Te prometo que no he visto a nadie — juró Damián confuso tras lo ocurrido.
Se incorporaron y siguieron mirando fijamente el umbral de la puerta. Arturo, a pesar del terror que le recorría el cuerpo, pudo oír algo tras la puerta, pero temía adivinar algo que les hiciera temblar de verdad. Con pequeños pasos se aproximó a la puerta y oyó ruidos lejanos, posiblemente en la planta baja. Al parecer alguien estaba abriendo una llave, pero, no parecía de una puerta, sino más bien, de una sala de contadores…
Un sonido seco y rotundo, similar a un golpe, se elevó por las escaleras y alcanzó cada rincón del edificio. A su misma vez todas las luces de la casa se apagaron tras un breve chispazo. Ahora los amigos se encontraban totalmente inmóviles, estáticos y con lágrimas en los ojos.
— Estoy ya no es normal Arturo. Algo pasa ahí fuera — susurró Damián a su mejor amigo — Espero que los vecinos salgan pronto a ver qué es lo que ocurre en este maldito edificio.
— No creo que salga nadie — dijo Arturo unos segundos más tardes, sin poder mirar fijamente a su amigo, ya que no podía ver absolutamente nada — Nadie va a percatarse de que la luz se ha ido a la hora que es. Están todos durmiendo.
Comprendiendo el razonamiento de Arturo, Damián palpó el suelo, intentando orientarse mediante el tacto hasta llegar al rodapié de la entrada. Allí comenzó a incorporarse lentamente hasta alcanzar el cuadro de luces que estaba situado tras la puerta que tanto terror les estaba haciendo pasar.
— No son los fusibles, Arturo.
— Vamos a tu habitación y llamamos a tus padres por móvil.
Sin un mísero centímetro de la casa iluminado emprendieron su regreso a la habitación a través del salón y el pasillo. A mitad de camino, entre tropiezos y caídas accidentadas, uno de los chicos intentó calmar un poco al otro.
— Por lo menos no volverá a llamar al timbre. No hay electricidad — dijo Damián intentando buscar el lado cómico del momento, como solía hacer.
Tras esas palabras los chicos frenaron sus pasos al oír como desde el exterior golpeaban tres veces la puerta de madera que daba entrada a la casa. Sin poder soportar un momento más la tensión, los amigos corrieron hacia el dormitorio, a buscar los móviles y pedir ayuda. Tropezaron varias veces hasta alcanzar el dormitorio, y cogieron una linterna enorme situada sobre la estantería de Damián. La encendieron y cogieron sus móviles.
— El mío está apagado. Sin batería — comunicó Damián
— Utilizamos el mío — le dijo Arturo.
Acto seguido le entregó su móvil a Damián y éste comenzó a marcar el número de teléfono de sus padres. Apoyó el teléfono en su oído derecho y comenzó a sonar el pitido de llamada. Uno. Dos. De nuevo sonaron tres golpes en la puerta. Arturo apretaba con fuerza el brazo de si amigo.
— Mamá, por favor, contesta.
El buzón de voz saltó y las esperanzas de hablar con sus padres se desvanecieron.
— Llamamos a tus padres — propuso Damián a Arturo.
— No se me sus números de teléfono.
Con ira Damián lanzó el teléfono móvil contra la pared, quedando el aparato completamente destrozado. El miedo les invadía por momentos.
— ¿Estás loco? —Preguntó Arturo— ¿Qué te crees que estás haciendo? Ese era nuestro único modo de comunicarnos con alguien fuera de aquí, y tú vas y lo rompes. ¿O no ves que podíamos haber llamado a la policía?
— ¿Y qué le vas a decir? Perdone, están llamando a mi puerta, ¿puede venir a cortarle la mano a este energúmeno? — le contestó Damián con tono sarcástico
— No es necesario que las pagues conmigo imbécil.
— Y tampoco es necesario que me digas que es lo que tengo que hacer y dejar de hacer.
— Eres lo más arrogante sobre la Tierra. — Le contestó Arturo, con lágrimas en los ojos — Tú dirás como salimos de esta con tu talante.
Mientras discutían la puerta volvió a sonar, esta vez mucho más fuerte, y fueron cuatro tremendos golpes, que resonaron hasta en la calle. Damián no aguantó un segundo más y linterna en mano se dirigió directo hacia la entrada, donde comenzó a gritar.
— ¡¿Quién es, joder?! ¡¿Qué es lo que quiere?! ¡Déjanos vivir en paz, por favor!— la voz de Damián comenzaba a apagarse, y sus lamentos comenzaron a unirse con los de su amigo, que rompió a llorar ante tal situación. — ¡Vete!
Arturo y Damián no podían contener los sollozos. En aquel momento no podían pensar en nada, solo temían lo que podía pasar y qué es lo que pretendía aquel que estuviera al otro lado de la puerta.
— ¿Y si abrimos de una vez? —propuso Damián, ya desesperado.
— No. Olvídate de eso. Sería mucho peor.
— Pues entonces no queda otra opción Arturo — dirigió su mirada a la de su mejor amigo y compañero de pesadillas— Vamos a salir de aquí y pedimos auxilio.
Ambos se dirigieron hacia la cocina, cuya ventana daba al patio de la comunidad, a 4 pisos sobre el suelo. Depositaron la linterna sobre el microondas, junto a la ventana, para poder tenerla al alcance.
— ¿Podemos utilizar algo como cuerda? — preguntó Arturo
— Me temo que las únicas cuerdas que nos quedan son las de tender la ropa. Pero podemos intentar algo… — contestó su amigo.
Damián se dirigió a los cajones de la cocina, y extrajo uno de ellos y los volcó por completo sobre la encimera. Entre destornilladores y llaves encontró unas resistentes tijeras de acero.
— Ya las tengo.
Con las tijeras en la mano se aproximó hasta las cuerdas verdes de plástico que conformaban los cordeles para tender la ropa y las cortó todas. Tal y como había pensado antes, el chico comenzó a realizar nudos entre las cuerdas y fabricó una pequeña liana que haría las veces de arnés de bajada. Uno de los extremos lo anudó fuertemente en uno de los soportes de la despensa, el otro lo lanzó al exterior, al patio. Todo esto lo realizó bajo la constante mirada de Arturo quién estaba fascinado por la idea de su amigo.
Cuando Damián estaba a punto de explicarle a su amigo la maniobra de escapada del piso, cuatro golpes estrepitosos en la puerta les erizaron los vellos.
— Tú primero Arturo — señaló Damián comprobando la resistencia de las cuerdas.
— De acuerdo.
— Primero debes quitarte el cinturón y amarrarlo de tu pantalón a la cuerda, por si cayeras. Después ve bajando lentamente apoyando los pies en la pared.
— Vale —contestó Arturo con mucha inseguridad.
Tras obedecer las órdenes de su amigo, Arturo subió al alfeizar de la ventana y se dio la vuelta. Miró fijamente a su amigo y le dijo— Gracias.
— Tú no mires abajo y ahora nos vemos — le dijo Damián.
Pero algo fue mal. Al comenzar a bajar, la cuerda arrastró con el peso de Arturo el soporte de la encimera, que salió disparado por la ventana, y el cuerpo de Arturo cayó en picado al interior del patio. Damián se asomó aterrorizado a la ventana. Los tendederos de los otros vecinos habían frenado un poco la caída. Pero el cuerpo había alcanzado el suelo.
— ¡Arturo! ¡Arturo! — gritó varias veces Damián sin obtener respuesta.
Se sentó en el suelo e intentó comprender y asimilar todo lo que estaba ocurriendo al tiempo que lloraba, sin cesar. Obviamente un chico de esa edad no tenía ni idea de maniobras de escape. Ni siquiera sabía anudar tres cuerdas.
De nuevo los golpes sonaron en toda la casa. La paciencia llegó a sus límites. Tomó la linterna en su mano y esprintó hasta la puerta, donde sonaron de nuevo los golpes. Dio tres vueltas a la llave y quito la pequeña cadenita, para abrir de una vez por todas la maldita puerta que había convertido su noche de ensueño en una verdadera pesadilla.


Abrió la puerta de un tirón, golpeándola contra la pared, e iluminó la planta de piso con la linterna, para descubrir a aquel que les había aterrorizado durante toda la noche. Pero para sus sorpresa no había nadie. Absolutamente vacía estaba la planta. En las escaleras no se oía un solo ruido, y ningún vecino se había asomado a los umbrales de sus puertas para ver que había ocurrido. ¿Era posible que no ocurriese nada? ¿Qué todo fuese una simple paranoia?
Confuso, Damián entró de nuevo en la casa, sin lágrimas que poder derramar. Cerró la puerta y se derrumbó en el suelo. Soltó la linterna y cayó rendido a lo largo del suelo, bocabajo, sin saber qué hacer. Pero, por desgracia, un sonido muy familiar volvió a sonar tras la puerta: Toc-toc-toc…


Los señores Medina regresaron a su casa a las 7 de la mañana, y tras encontrarse  aquel panorama llamaron a una ambulancia y a la policía. Fueron varios días de interrogatorios y días de recuperación en el hospital. Arturo sobrevivió a la caída y se recuperó después de algunas semanas. Pero hubo algo de lo que no consiguieron recuperarse: del miedo. Un miedo que no tenía sentido alguno, pero que quedaba latente en sus pequeñas cabecitas. Nunca más volvieron a oír ese ruido infernal a altas horas de la noche. Sin embargo, quedó en oído de todos una simple explicación: son cosas de niños.





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3 comentarios:

Anónimo dijo...

Novel, sin palabras, espléndido, magistral, magnífico, maravilloso. Son tantos los adjetivos para describir este relato...
Una vez terminado el relato me encuentro con los bellos de punta, el corazón latiendo a mil y sudando.
He pasado miedo con los chavales, auténtico pánico.
Con la caída de Arturo por el patio común se me paró el corazón. Con cada llamada al timbre de ese ser que no era nada me palpitaba más rápido el corazón.
Sin ninguna duda es el mejor de los relatos que he leído y va a ser muy difícil de superar. Así que te tendrás que esforzar muchísimo para saciar la sed de lectura de tu seguidor número uno.
Eres un magnífico escritor y un magnífico amigo.
Un abrazo muy fuerte de un gran amigo.
VCJ

Anónimo dijo...

la primera vez que lo lei no supe que decirte. hoy ya lo se, ME HAS DEJADO SIN PALABRAS, creo que es lo mejor que te puedo decir esta vez y eso viniendo de alguien que charla como yo.
admiro esa capacidad para crear miedo,para hacer que alguien acostumbrado a la lectura y a la realidad en que vivimos siga acelerandosele el corazon como cuando de pequeños escuchamos por primera vez el relato de doña Muerte...

Cecilia dijo...

Me ha encantado, tu forma de escribir es diferente y has conseguido que me quede completamente absorta :)
saludos y ¡enhorabuena!

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