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24 de marzo de 2010

Segundo relato: Parte II: Presencia inesperada


Con la inercia salí despedido hacia el fondo del pasillo, golpeando todo tipo de sillas y camillas con la cabeza.
— ¿Quieres mirar por donde andas? — Miguel estaba bastante enfadado, aunque su furia parecía causada por el miedo, el cual me transmitía inspeccionando con la mirada cada uno de los rincones de aquel pasillo.
—Tiene que haber algún tipo de salida de emergencia en la que haya escaleras, y si tenemos suerte podremos subir directamente a la cuarta planta. — parecía bastante seguro de lo que hacía, pero quien no estaba del todo seguro era yo. — Esto es lo que haremos, primero buscamos un plano en la pared, junto al ascensor, después miramos por donde debemos ir para subir. Después subimos, cogemos las setas, bajamos y nos largamos. Es fácil.
— Será para ti. En unos minutos anochecerá, y además está bajando la temperatura bruscamente. Pero…
— Pero ¿qué?
Por un momento me pareció ver dos ojos de un color azul apagado detrás de Miguel, pero resultó ser el reflejo de un de los cristales rotos de un de las ventanas que iban a dar a la calle Laín Entralgo, en  la que se había construido un edificio destinado a la rehabilitación de menores trastornados psicológicamente. Es por eso por lo que a la avenida en la que se encontraba el hospital y el psiquiátrico la llamasen “La Avenida del Mal Sufrimiento”. Aunque sea invento de vecinas supersticiosas y niños graciosillos, el nombre le corresponde definitivamente.
— Sergi, ¿qué te pasa?
— Nada, estaba pensado, nada más. — prefería mentirle y que se quedase tranquilo a que le dijese la verdad y complicásemos nuestra aventura en el hospital.
— Bueno, manos a la obra. — la frase más utilizada de mi amigo hasta el momento sonaba muy mal. No subía los ánimos, más bien los estremecía con su voz temblorosa.
Con una linterna cada uno retomamos nuestro camino, pero esta vez dirigiéndonos hacia los ascensores, situados en la mediación entre las escaleras y la sala de la que creíamos que venía el ruido. Decididos, con paso firme aunque inseguro nos acercábamos cada vez más a los ascensores, cuando un fuerte crujido nos alertó.
— Sergi…
— ¿Qué…?
— ¿Has pisado una rama? — enfoqué con la linterna bajo mis pies.
— No, ¿y tú? — al igual que yo orientó su linterna hacia el suelo.
— Me temo que tampoco
Fue entonces cuando otro crujido, este más cercano, volvió a sacudirnos las entrañas. El crujido era seco, frío, ronco, terrorífico.
Nos miramos a los ojos. Estábamos asustados, pero el rostro de Miguel describía a la perfección su sufrimiento. El corazón nos latía a mil por hora.
Cuando parecía que había desaparecido el crujido, enfocamos de nuevo hacia el frente, y para nuestra sorpresa, no estábamos solos.
— ¡AAAAHHHH! —el grito de mi compañero de aventuras me encogió el corazón.
Una figura femenina se encontraba frente a nosotros, ensangrentada, con una piel pálida como el mármol, su cabello no dejaba ver sus ojos y en su mano derecha una bandeja de metal en las que se podían apreciar una montaña de pastillas de distintos tipos. La dejó caer, y un escalofrío me recorrió la nuca. Exactamente el mismo sonido metálico que había escuchado tan solo unos minutos atrás.
La extraña mujer se agachó rápidamente a recoger todas aquellas capsulas. Una a una las iba recogiendo y depositando cuidadosamente en la bandeja, mientras tarareaba con voz ronca una canción de cuna.
— Duerme pequeña duerme, que si no duermes el cuervo vendrá…
Mientras cantaba giré la cabeza y pude ver que sin darnos cuenta habíamos pasado junto a la puerta de emergencia, y solo nos encontrábamos a un par de pasos de ella.
Sigilosamente, sin apartar la linterna del frente, comenzamos a dar pasos hacia atrás, intentando no arrastrar los pies.
Cuando la mujer finalizó la nana — y los ojos te sacará. — todo quedó en silencio. Ya habíamos llegado a la puerta, pero para mal Miguel se desplomó a causa, al parecer, de la nana.
El fuerte estruendo que emitió la espalda de mi amigo contra el suelo alertó a la muchacha, y es por eso por lo que nos miró fijamente. Pero ese era el problema, no tenía ojos. A la luz de la linterna aquellos huecos cóncavos y oscuros se asemejaban a un par de bocas abiertas que se disponían a engullirnos.
Tal y como pude empujé la puerta con la espalda y sujeté a Miguel de los hombros, saqué fuerzas de la nada y lo comencé a arrastrar, a pesar de su peso, según él “un poco por encima de lo normal”.
A esta situación le sumamos la carrera directa hacia nosotros que llevaba la mujer de las pastillas. Chocaba contra sillas, camillas y demás, pero no la frenaban. De la boca le emanaban litros de espuma amarillenta.
Al fin conseguí entrar en las escaleras de la salida de emergencia, estaba agotado. Pero aún quedaba más. Estaba oyendo como los pasos de aquella chica chapoteaban en los charcos de su propia sangre, cada vez más cerca.
Cerré la puerta, y empecé a notar como golpeaban detrás de ella. Bloqueé la puerta con un extintor que había junto a la puerta. Los golpes cesaron.
No sé durante cuánto tiempo se mantuvo el sepulcral silencio, pero finalizó con un grito estremecedor, casi inaudible. De nuevo el chapoteo me indicó que se alejaba.
Ahora la misión había cambiado: había que salir del hospital lo más rápido posible.


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1 comentarios:

The Little dijo...

Estaba leyendo la parte en la que sienten el crujido de la "rama" y de repente sonó mi móbil. Creas tal ambiente que me ha dado un vuelco el corazón del susto!

Eso significa, muy buen trabajo

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